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Pedro Cantú
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Molino del Rey Empty Molino del Rey

Sáb 07 Jun 2008, 2:03 pm
.
Cuando terminó el armisticio que se negoció después de la batalla de Churubusco, yo me había presentado a mi Cuerpo de Hidalgo, que se encontraba de Belén a Chapultepec a las órdenes de don Félix Galindo.

En el Paseo Bucareli estaba situado el Batallón Victoria, y allí se distinguieron por su bravura heroica, Carrasco, que venía luchando desde Palo Alto, Torrín, Bensegui, Urquidi y Muñoz, diputados distinguidísimos.

En la garita de Belén se veía al venerable general Torrens, quien fue injusta y villanamente maltratado a fuetazos por el general Santa Anna en uno de sus arrebatos brutales que deshonran a un hombre.

En la Casa Colorada, llamada también de Alfaro, estaba el hospital militar de sangre, con el general Vanderlinden y el doctor Luis Carreón a la cabeza... Era aquello un horror...

A Santa Anna se le veía constantemente atravesar la calzada, ya ordenando una marcha, ya reconociendo lugares peligrosísimos, con valor temerario; ya riñendo a unos arrieros, ya dando gritos y emprendiendo campaña con unos carreros, ya en fin, dando acuerdos o conferenciando, con interrupciones, con algunos jefes y empleados.

Parece que le veo con su sombrero de jipijapa y su fuete en mano, su paletó color de haba y su pantalón de lienzo blanquísimo. Despilfarraba su actividad, desafiaba temerario el peligro, y así como no podía llamársele traidor, no podía sin justicia considerársele como buen general, ni como hombre de Estado, ni como personaje a la altura de la situación.

Para podernos formar cabal idea de la acción del Molino del Rey, sería necesario presentar con toda fidelidad un cuadro en que se destacaran tres líneas o escalones extensísimos, corriendo de Sur a Norte, desde la espalda del Arzobispado, en la parte alta de Tacubaya, hasta el Rancho de Anzures a la espalda de donde está hoy el monumento de esa batalla, y tiene por límite la Casamata y el rápido descenso a la Calzada de Anzures que desemboca en la Verónica.

La primera línea en alto abrazaría el descenso de la loma. La segunda la formaría un carril amplio y recto, y la tercera la línea formada por los edificios unidos del Molino de Harinas y la Pólvora, con una hundición de terreno, y al frente del primer Molino la era extensísima, y del Molino o Fábrica una barranca con su puente. Por toda esa retaguardia corre la arquería altísima de un agotado acueducto.

Las fuerzas americanas tenían por punto de partida el Arzobispado, las nuestras ocupaban el edificio primero con el general Balderas, la parte exterior con el general León, el punto donde está hoy el Monumento, con el 3o. de infantería al mando de Echegaray, y la Casamata y sus vecindades, con el general Álvarez mandando la caballería.

Al tremendo empuje de las fuerzas americanas, se empeñaron tres acciones. El arranque en la parte alta; en la línea intermedia, combate infructuoso de las infanterías, sobre los edificios; en la tercera línea y el acueducto, fuego nutridísimo. Todo envuelto en humo, truenos y gritería espantosa.

En los Apuntes para la historia de la guerra con los Estados Unidos, se da idea bastante exacta de la batalla a que aquí ahora me refiero; pero mis impresiones personales hacen que reaparezcan en este momento a mi presencia, León, Balderas, Arrivillaga, Margarito Suazo, Gelati y Miguel Echegaray.

León, alto de cuerpo, muy trigueño, recio de carnes, serio al extremo, se siente herido, lo disimula, y cuando cae se anima, levanta la voz y vitorea a México: le conducen en una camilla, y habla de que le hagan pronto la curación para volver al combate.

Balderas, arrastrándose con la espada en alto, alienta a sus soldados, desangrándose hasta caer en los brazos de su hijo Antonio. ¡Qué escena de dolor! partía el alma: el padre, moribundo, entero y valiente, el hijo trémulo, anegado en llanto, tratando de hacer su voz serena. Fue conducido a una choza cerca de la iglesita de Chapultepec, donde expiró.

La historia de Arrivillaga tiene para mí algo de curioso. Arrivillaga era un relojero feicito, fofo de carnes, de ojo travieso, boca risueña; el chico más alegre, servicial y honrado que pueda imaginarse.

Tan pronto confeccionaba una chicha sabrosísima, como alistaba una caja de música, ayudaba a adornar una mesa, un salón de baile o un altar de Viernes de Dolores.

Frecuentaba una tertulia de personas apreciabilísimas, a que concurrían, entre otros, Balderas y Manuel Balbontín, modelo de caballeros y patriotas. En esa tertulia llamaban a Arrivillaga el chato, unas veces, y otras, el capitán, alusión a un noble mastín así nombrado, pero que no tenía dientes, y esto se refería a la dulzura de carácter y a lo inofensivo de Arrivillaga. Éste se aficionó apasionadamente a Balderas, y cuando el general marchó para el Molino del Rey, se declaró su compañero, su asistente, sus pies y sus manos, como suele decirse. Balderas cuidaba de no exponerlo a peligro alguno. El chato guardaba del equipaje, disponía la comida, velaba por el orden, tenía listas las armas y el caballo del jefe, y se hacía querer de todos por su generosidad y finura.

Al empeñarse la batalla del Molino, seguía ansioso al jefe: cuando fue herido estuvo a su lado al caer; arrojó las ropas y medicinas que tenía en las manos; recogió una espada de un muerto, la empuñó, e incontenible, frenético, sublime de coraje y bravura, se puso al frente de un grupo de valientes, y embistió al enemigo; tan grande, tan ardiente y tan irresistible, que restableció el orden de la batalla, y acribillado de heridas, verificó su transformación en héroe de aquella gloriosa jornada. Arrivillaga murió de relojero de Palacio, y dejó un hijo, digno heredero del nombre de su padre.

Margarito Suazo era un artesano humildísimo, que se hizo querer en su Cuerpo de Mina por su subordinación y bondad, y así se le nombró abanderado.

El día de la acción, Margarito se excedió en el cumplimiento del deber. Atropellado por un gran número y hecho una criba a bayonetazos, quedó por muerto, asido a su bandera. Sintiendo que moría, se incorporó, se despojó de su ropa, enredó su bandera a su cuerpo que chorreaba sangre y expiró.

Pero a más de Gelati, de Colombris y de Norris, el héroe de aquella jornada fue Echegaray.

¡Oh, si yo fuese pintor! Si fuera pintor presentaría aquel adalid, épico, glorioso, con su cabello rubio, flotando como un resplandor de oro, alzado en los estribos, con su espada fulgente, avanzar entre nubes de humo y metralla al retumbar de los cañones; pisando cadáveres, avanzar, dispararse, arrojar la espada, abalanzarse a los cañones que nos habían quitado los enemigos, restituirlos, soberbio, festejoso, radiante, a sus filas, obligando a la gloria a que diera a la misma derrota las grandiosas proporciones del triunfo.

Echegaray murió pobre, olvidado, con un anatema inmerecido: duerme en un sepulcro casi ignorado. Yo le amé con toda el alma; yo le defendí con ardor. Yo acato y ensalzo su memoria, henchido de dolor por las injusticias del destino.

La víspera del bombardeo de Chapultepec, tuve motivos de recorrer los puntos ya ocupados por los enemigos, como preliminares del asalto y toma de la llamada fortaleza. En los molinos de trigo y de pólvora hormigueaban las fuerzas de Pilow, ciñendo a poca distancia la parte occidental del cerro. Al Sur se destacaba formidable artillería, y se veían escalones para trepar la cerca y descender como en trampolines al interior, y mucha fuerza en la hacienda de la Condesa, frente a un hornabeque, defendido por soldados mexicanos.

En la puerta del Bosque, que daba a la Calzada, estaba el general Santa Anna con su numerosa comitiva de ayudantes, jefes, oficiales y cuantos se acercaban a pedir instrucción y recibir sus órdenes.

A mi regreso de los puntos que acabo de describir, hablé con el coronel Juan Cano, uno de los que después fue heroico en aquel asalto en que perdió la vida.

Cano era un hombre de treinta años, su cabeza germánica, yucateca, pálido, carirredondo, de unos ojos penetrantes y alegres; una boca llena de chiste y risa. Estatura regular, rechoncho y listo de movimientos. Su trato era fácil, cortés y franco: le mortificaba la farsa y la ceremonia. Aquel hombre que a primera vista hubiera pasado por un colegial alegre o un tertuliano de buen humor; aquel, afectísimo a comer al aire libre y a las bromas de buena sociedad, era reflexivo y estudiosísimo; la exactitud misma, en el cumplimiento y el más respetable por lo caballeroso y decente, llamaba a sus amigos, como signo de confianza, badulaque, badulaquillo, y sólo cuando lo requería su obligación, daba a conocer sus vastos conocimientos militares y el aprovechamiento de sus brillantes estudios hechos en París.

El señor Quintana Roo, su tío, le inspiró sus excelentes estudios en literatura, y a mi me encantaba cuando en sus ratos de solaz, me traducía elegantemente a Tácito y se deleitaba con Virgilio.

Yo tuve ocasión de conocer la rara energía del carácter de Cano, por un grave disgusto que estalló entre él y los generales Tornel y Santa Anna.

Abandonado, como se sabe, el general Bravo, víctima de la envidia y de los caprichos de Santa Anna, dejó mal defendida la parte alta del cerro. El señor Cano le mandó pedir cañones.

Santa Anna le mandó al general Tornel y a otro general no facultativo; pero igualmente de lengua fácil. Cano no logró hacerse comprender, y cuando se retiraron los generales, dijo en tono sarcástico:

—Yo pedí al general cañones y me mandó faroles...

Súpolo Santa Anna, llamó a Cano para reconvenirle, y éste, con sumo respeto, pero con energía incontrastable, le echó en cara su conducta indigna y poco patriótica en aquellas circunstancias.

Cano murió, dando ejemplo de valor sublime, alentando, sereno y grandioso, a los que quedaban defendiendo a la patria, en la parte alta del cerro. Allí murió también el general Pérez, hombre modestísimo, que ejecutaba casi desapercibido actos de valor y abnegación, que por silenciosos no ha podido encarecer la historia.

Como he dicho, yo estaba en la puerta del Bosque cerca del general Santa Anna; pero éste, afrontando los fuegos a pecho descubierto, y nosotros guarecidos por la casa del guardabosque. Por esta razón he podido rectificar que en el llamado jardín botánico había familias de alumnos, cuyos clamores y angustia difundían el espanto; puedo asegurar que lo más reñido del combate fue donde ahora se encuentra el monumento, y que la muerte de Xicoténcatl, excelso, y de sus ínclitos soldados, fue un tanto fuera de la tapia y cercano adonde está hoy el edificio con la maquinaria para la conducción del agua.

A propósito de los soldados de Xicoténcatl, no olvidaré en mi vida un episodio que se impuso, trágico y sublime a mi corazón de joven.

Habían muerto, luchando como leones, Xicoténcatl y sus soldados. El general Santa Anna seguía con ansiedad las peripecias de aquel encuentro formidable. De pronto vio venir hacia la puerta a un soldado de Xicoténcatl; le pareció un desertor, un cobarde; el soldado daba pasos largos y precipitados; estaba pálido y brillaban sus ojos como llamas.

—¡Bribón! ¡Cobarde! —le gritó Santa Anna fuera de sí de ira—. ¿Dónde está su coronel?

El soldado hizo alto; vio a Santa Anna; sin decir palabra, rodaron dos lágrimas de sus ojos; quitó la mano de sobre su pecho despedazado por las balas y cayó muerto frente al general.

No asistí, ni puedo dar cuenta de lo ocurrido en los diversos puntos en que se empeñó el combate, particularmente del lado del Sur y Suroeste. La posición que yo ocupaba, me permitía oír los partes repetidísimos que daban al señor Santa Anna; el retumbar de los cañones; redoblar las descargas de infantería; los gritos de los soldados, los ayes de los heridos, el desgajarse con estruendo las ramas de los árboles y el trajín de los que acudían a diversos puntos con parque y con camillas.

Santa Anna estaba entero y valiente, queriendo atenderlo a todo, no atinando; pero dando ejemplo de valor temerario y alentando a los soldados.

—Los del Sur asaltan. Los detiene Xicoténcatl.

—Ya avanzaron Pillow y Quillman... Los hornillos se frustraron.

—Vea usted, están en la azotea del Castillo.

Y aquella congoja despedazaba mi alma, al extremo de que creía que me iba a matar el dolor.

Y mi bosque, mi encanto, nido de mi infancia, mi vergel de niño, mi recreo de joven, mi templo de hombre.

Cada árbol guardaba un recuerdo mío; a cada tronco me había arrimado como al pecho de un abuelo; cada arbusto me había mecido como en los brazos de una nodriza. Cuando en el silencio de la noche atravesaba esos sitios, alumbrados por la luna, se me figuraba recorrer una región etérea, que se comunicaba con la eternidad.

Y así humanizado ese precioso bosque, verlo lastimado, herido, atropellado por el invasor, me atormentaba como si viera pisoteado y ultrajado el cuerpo de mi padre.

Terminado el combate, como si rodaran repentinas las penas, que contenían un torrente, nuestras tropas revueltas, hirvientes; se precipitaron por las calzadas de la Verónica y de Belén, en un tumulto, en un atropello, en una gritería y confusión tales, que es más fácil imaginar que describir.

Apenas recuerdo en ese espantoso remolino de hombres, armas, caballos, rugidos de desesperación y muerte, el capitán Traconis, con su cabeza rizada y sus ojos frenéticos al lado de Barreiro, a quien llamábamos el gachupín, por su modo de hablar; a Comonfort, sereno; a García Torres y a don Antonio Haro al lado de Santa Anna, comportándose con una bizarría a todo elogio.

Santa Anna pensó acudir a la garita de San Cosme; pero ese punto lo cuidaba el general Rangel.

Rangel era un hombre rubio, esforzado, de algunos conocimientos científicos. No pudiendo en la juventud seguir sus estudios, se hizo impresor en la imprenta de Palacio, allí le conoció el señor Tornel, quien le expidió un despacho de oficial y lo alentó en su carrera.

Dirigióse a la Garita de Belén, Santa Anna, le parecía abandonada por el general Terrés, y allí le ultrajó y le cruzó la cara con su fuete.

Carrasco, en la fuente de Bucareli, hizo prodigios de valor, así como Béistegui, oficial del Batallón Victoria, fue asombro de intrepidez en una batería de Belén de las Mochas, hoy Cárcel de Belén.

La tropa, la ciudad, las familias que emigraban, los trenes de guerra y las acémilas, las camillas de ambulancia, y el oleaje inquieto de gente vagabunda, todo presentaba la imagen del caos.

Santa Anna había renunciado a la Presidencia; le había sustituido el señor Peña y Peña, quien nos dijeron que estaba en Toluca, de paso para Querétaro, y que allí se reuniría el Congreso.



Algunas memorias de mis tiempos.
Guillermo Prieto.


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